El Capitán Genes recuerda el asalto a los acorazados
El asalto en canoas a los acorazados supera en grandeza a todas las hazañas de la Iliada. Manuel Gálvez
Entre Humaitá y Crurupayty fondean
Los siete acorazados. Dos de ellos,
Oscuros, silenciosos, con un leve
parpadeo de luces, como de ojos
De adormecidos monstruos que, en la noche,
Se defienden del sueño y cabecean,
dispuestos al zarpazo y al rugido
si amenaza un peligro en las tinieblas:
El Herbal y el Cabral. Nuestras canoas
son veinticuatro sombras entre sombras
que hacia esos dos navíos van bogando
de dos en dos unidas por un cable
de veinte yardas. Al tocar el cable
las proas de los buques, por sí solas,
llevadas por su impulso y la corriente,
A los flancos de hierro se afianzan.
El abordaje sigiloso, rápido,
va a ser sorpresa fulminante. El Jefe
De la Escuadrilla cae en el furioso
revolear de sables.
El combate
nos enajena. Se hunden los aceros
en espantados cuerpos.
Y los gritos,
las blasmefias, los ayes y el tumulto,
hienden un firmamento sin estrellas.
Corremos a las torres… Ah, en las torres,
se ha refugiado la aterrada chusma,
Y desde sus blindadas moles, súbita,
fragorosa, fatídica descarga
nos detiene y nos tumba sobre el hierro
resbaloso de sangre!
No triunfamos
Sobre el Cabral – que ya creemos nuestro-
porque otros buques llegan y sus fuegos
nos destrozan.
Relámpagos alumbran
nuestros perfiles y, a su luz de pólvora,
hacen su `puntería los cañones
cargados de metralla. Es la derrota.
Yo, entre la confusión y la matanza
-desorbitado un ojo por la punta
de un largo sable a cuyo odioso dueño
pude tender, al fin, sobre cubierta,
hago tocar la retirada.
Y, último
en saltar de la borda caigo al agua
que, a pesar de la sangre que chorreamos,
ábrese, helada, bajo nuestros cuerpos.
El cañoneo nos persigue, ubicuo;
Ya no hay mas sombras en la noche; hay fuego.
El aire se ha hecho llama y estampido.
Ahora yo nado con un solo brazo.
La mano izquierda me sostiene el ojo
que se me pega contra la mejilla.
Llego, por fin a tierra medio ciego:
La sangre de la órbita vacía
me nubla el ojo sano.
En tierra espera
mi ordenanza, teniendo de la brida
a mi caballo. Monto y, al galope
llego hasta el Mariscal.
Con una mano
-la que no me sostiene el ojo suelto –
hago una venia que me esconde el otro:
prefiero que o vea en él la lágrima
que, con el parte del fracaso lloro.
California, 5 de Setiembre de 1982