Gentileza de la Sra. Graciela Meza
A partir del boletín de la Biblioteca Cervantes llegué a este prólogo de su “La incógnita del Paraguay y otros ensayos”. Debemos saber a quién perdimos. Hugo Rodríguez Alcalá es otra estrella que se apaga en el ya oscuro cielo paraguayo.
A manera de prólogo
Hugo Rodríguez-Alcalá: Breve radiografía de un hombre
Conocí a Hugo Rodríguez-Alcalá hace treinta y nueve años, recién llegado él del Paraguay con la intención de estudiar filosofía y obtener un segundo doctorado, a la par que daba clases para principiantes en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Wisconsin. Sabía de antemano que la jurisprudencia no iba a ser su principal campo de acción, en caso de permanecer en los Estados Unidos.
Recuerdo muy claramente el análisis que hicimos de su futuro. Como aspirante a profesor de filosofía, iba a tener dos serios escollos: por una parte, competir con norteamericanos para lograr, quizá, tras un largo período, una cátedra de filosofía y, por otra, tener que pensar en inglés, lengua que iba a dominar años después. La decisión final surgió ante su mente al considerar la importancia de ensayistas y pensadores hispánicos y los atractivos de la crítica literaria. Comenzó así una época de vastas lecturas en tres lenguas, volviendo siempre a autores favoritos: Américo Castro, Ortega y Gasset, Unamuno, Bergson, Dilthey, y, muy en particular, Francisco Romero, pensador argentino que Hugo admiraba por su postura idealista y la elegancia de su estilo1 Muy pronto se transformó en un hombre con una misión: interpretar la cultura hispánica a sus alumnos y al público en general.
Al descubrir la realidad norteamericana, empezó a perfilarse en su mente con mayor nitidez el ser de la comunidad hispánica, vista ahora no sólo como un conjunto de naciones americanas sino como una colectividad aún mayor, en la cual le cabía a España ser la raíz de origen. En la mente de Hugo no había exclusivismos localistas. Sin embargo, no creía necesario o conveniente mirar a América con un enfoque racial. Las culturas indias y africanas las entendía como factores contribuyentes, pero no determinantes, pues, a su entender, el destino de América Latina había de asentarse, inequívocamente, en el acervo iberoamericano, esto es, en el seno de la cultura occidental.
Había un segundo campo de actividades que también exigía una conciliación: adaptar sus actitudes y hábitos hispánicos —8→ al ritmo y orientación de la vida yanki. Para ello era preciso concordar en su mente dos culturas que parecían chocar en muchos respectos. Espíritu armonizador por excelencia, puso entonces su voluntad al servicio de un nuevo plan de vida. Le era forzoso, pues, descubrir el sentido de las «rarezas» que a diario surgían ante su mente indagadora. Al mismo tiempo hacía una revaloración de la imagen forjada en su mente por Rodó, quien vio en la vida norteamericana, como directriz principal, un agresivo y miope pragmatismo. ¿Era el norteamericano, en verdad, como aparece en las páginas de Ariel? Le era indispensable, además, entender la psicología de sus alumnos y los objetivos, para él muy discutibles, de la educación universitaria. Magna tarea.
Hugo halló pronto un tercer motivo de conciliación: aunar su pasión por la poesía -libre vuelo de la imaginación- con el amor a la filosofía, disciplina que tiene por base la más estricta racionalidad. Descubrió muy pronto que ambos quehaceres tienen un punto de partida común -la intuición imaginativa-, la misma que inspira al científico al configurar un proyecto y sus posibilidades de desarrollo. Pero, ¿había de quedarse en el escarceo teórico y en el ensimismamiento poético? Ni uno, ni otro. Tenía por delante el campo de las realizaciones, esto es, la docencia. Estamos, pues, frente a un hombre múltiple en proceso de autoconstrucción, que se orienta hacia una meta definida.
Rodríguez-Alcalá ha vivido constantemente dominado por insaciables ansias de saber. El dominio de un horizonte es para él motivo de nuevas incursiones intelectuales. Finísimo observador, se detiene a veces en detalles al parecer minúsculos, que luego le sirven de trampolín para nuevos logros. Durante los años que me cupo en suerte tratarlo, le vi a menudo poseído de sus nuevos hallazgos. Hugo está entre aquellos hombres, cada día menos comunes, que tienen la capacidad de entusiasmarse ardorosamente con ideas, aunque no tengan aplicación «práctica». Siempre habré de recordar el entusiasmo con que leía o releía páginas de Ortega y Gasset en voz alta, no como lector desprevenido sino con la atención puesta, por una parte, en la argumentación, por otra, en las palabras y frases felices.
La disciplina intelectual obligó al poeta a poner en práctica las normas que aquélla impone: el deslinde preciso, la ordenación lógica, el culto de la palabra exacta. En sus elucubraciones llegaba a veces al borde extremo de lo racional, quedándose abismado ante lo incomprensible y arcano. «La mente -me dijo en una ocasión- está uncida a las categorías que supeditan todo conocer. ¿Cómo será lo que no cabe dentro de esas categorías?». Entonces su imaginación emprendía un vuelo creando verdades poéticas para hacer luz donde había sombras. La intuición, en la mente de Rodríguez-Alcalá, no reemplaza a la inteligencia sino que es el necesario complemento de ésta. Convicciones de este tipo hacían de su persona un enigma ante los ojos de quienes vivían en un cómodo más acá.
Sería equivocado suponer que Hugo es sólo un ente pensante: detrás del intelectual se descubre siempre un hombre emotivo. En momentos de euforia da pasos nerviosos, gesticula o irrumpe en exclamaciones. Su palabra cobra entonces tintes dramáticos, acentuados por largas pausas. También tiene momentos de reconcentración y silencio, especialmente en trances de angustia o de fracaso. En una ocasión tuvo que escuchar objeciones y reparos, algunos de ellos injustos, por parte de un intelectual joven que era su examinador. Su agitación era evidente, pero, pasada la prueba, le oí decir como quien se ha librado de un vendaval interior: «No, no puedo guardarle rencor, porque todo lo dijo de buena fe». Y olvidó el incidente porque pudo reconstituir su yo tras el agobio de una experiencia desagradable.
Hugo sabe que todo hombre está en constante proceso de autocreación, dentro de una persistente problematicidad. Posee, sin embargo, la maravillosa cualidad de poder mirar el mundo con optimismo, a pesar de saber que la indagación de primeras causas lleva inevitablemente a la incertidumbre. Su poesía no es sino el asombro de quien se ve como ser mortal y limitado frente a la grandiosidad del cosmos y sus insondables misterios.
Le oí lamentar en una ocasión el no poder entregarse a una verdadera «ingenuidad» para gozar la vida sin conflictos o preocupaciones pertinaces. Sin embargo, cuando se hallaba frente a fronteras insalvables, podía recurrir a la meditación para entregarse, a través de ella, a gratas complacencias. Sé que muchos de sus amigos no llegaron a comprender la razón de estas «fugas» intelectuales. «Tú vives en falso», le dijo alguien, queriendo decirle que no tenía los pies en la tierra. Ese amigo no entendía que el hombre puede llegar a una fundamentación del ser a través de verdades íntimas. Mucho más acertado es pensar que Hugo vivía de su interioridad, en coloquio consigo mismo, y que su aparente inconsciencia era en realidad una callada y productiva introspección.
La personalidad de Rodríguez-Alcalá no es la del hombre común, pues no vive como el amigo aquel que tenía «los pies en la tierra». A este respecto acude a mi memoria el recuerdo de una visita que hizo a una especie de bazar acompañado de un amigo, quien se entregó totalmente a jugar con «cosas», con el embeleso de un niño. «Dichosos los simples», me dijo después. Hugo no vive sólo de cosas; sus actos y su palabra acusan una axiología que le permite alzarse por sobre las cosas y conveniencias para trascender a la zona de los valores. Su mentalidad se nutre del concepto de persona, tal como entiende este término Francisco Romero.
Para completar el retrato espiritual que aquí diseñamos es —10→ preciso incluir también la cara elemental de la personalidad humana: el afán de vida y la búsqueda de la dicha. La obra poética de Rodríguez-Alcalá muestra constantemente el engaño de los valores irracionales y también su fascinación y poderío. Baste recordar esos poemas suyos que llama «vagamente» eróticos. El poeta tiene plena conciencia de su ser instintivo y de las demandas que impone a su ser espiritual. Esta antinomia de cuerpo y alma la reconoce como la esencia misma de la vida humana, pero es de interés observar que, instalado en la zona de la pasión, se mantiene siempre dentro de los límites del decoro. Este rasgo suyo, digámoslo de paso, explica su admiración por Rubén Darío, en quien se asocia la exaltación del sátiro con la aspiración angélica.
Al correr de los años la poesía y la personalidad de Hugo han ido simplificándose. Ha abandonado los oropeles del modernismo y también la propensión a las abstracciones. En años recientes sus versos se orientan hacia motivos cotidianos, que su alma traduce con hondura nunca antes alcanzada. En algunos momentos sus versos resuenan con la sobria vehemencia de Antonio Machado. El poeta y el hombre, tras de encontrar la sencillez, vuelven a la vida diaria y descubren en ella un genuino centro vital. El mundo poético se puebla de seres queridos y voces calladas, que parecen emanar de la tierra roja y sus palmeras, del canto de los pájaros, los aromas y la plenitud solar.
Las nuevas directrices poéticas no han cambiado en Hugo la esencia de su humanidad social. Persisten como antes su decidido rechazo de actos bochornosos, su respeto por el prójimo y su espíritu de donación. Si fuera necesario señalar una sola característica distintiva de su ser social, nada la retrata más cabalmente que su acendrado sentido de la amistad. La suya no es esa amistad chabacana que se despoja de todo rigor sino la amistad «bien cincelada» de que nos habla Julián Marías, expresión de su cordialidad, cortesía y ponderación.
Dice Alfonso Reyes que su vida fue una amplia trayectoria, cuyo fin había de coincidir con el punto de partida. Igual retorno se advierte en la obra de Rodríguez-Alcalá. Hugo ha reencontrado su tierra y se siente fortalecido por ella. Sus años en el extranjero no han extinguido el trasfondo de imágenes imborrables y emociones en que transcurrieron sus años decisivos.
Al terminar este año, Hugo se alejará de los círculos profesionales en que le hemos visto actuar por más de treinta años. Su retorno al Paraguay es comprensible. En toda partida va envuelta una tristeza, que él sentirá, y que sentiremos todos los que le hemos conocido.
1982
Eduardo Neal-Silva. Profesor Emérito
University of Wisconsin